Una de las cosas que más me gustan de ser chef es la conexión con la naturaleza, pero por mucho tiempo me costó encontrarla en una cocina comercial. Había mucha camaradería y técnica, pero sentía un vacío en cuanto a la relación con la naturaleza. No fue hasta que empecé a hornear que me di cuenta de cuánto influye el entorno natural en la cocina; al fin y al cabo, es de allí de donde obtenemos todos los ingredientes. Fue entonces cuando comencé a cuestionarme cómo conseguimos los alimentos y cuál era mi papel como chef y ciudadana del planeta. ¿Dañaba el planeta o lo cuidaba en mi afán por cocinar? Fue un momento crucial en mi carrera, en el cual empecé a concentrarme en la sostenibilidad.
En un intento por acortar el recorrido que hacen los alimentos, comencé a pescar con mosca hace unos cinco años, lo que finalmente me llevó a la caza. La idea de recolectar nuestros propios alimentos me entusiasmó, pero tardé un poco en comprometerme de lleno. No quería matar, lo cual es un dilema curioso en lo que respecta a esta actividad. Sin embargo, un viaje con amigos en el que preparamos comida a partir de lo que cazamos me abrió los ojos a la idea de que la forma más sostenible de cocinar es cosechar nuestros propios ingredientes, incluida la carne.
En un intento por acortar el recorrido que hacen los alimentos, comencé a pescar con mosca hace unos cinco años, lo que finalmente me llevó a la caza. La idea de recolectar nuestros propios alimentos me entusiasmó, pero tardé un poco en comprometerme de lleno. No quería matar, lo cual es un dilema curioso en lo que respecta a esta actividad. Sin embargo, un viaje con amigos en el que preparamos comida a partir de lo que cazamos me abrió los ojos a la idea de que la forma más sostenible de cocinar es cosechar nuestros propios ingredientes, incluida la carne.
A partir de entonces, me interesé mucho por las especies invasoras de Australia y la forma en que el Gobierno las controla. Se gasta mucho dinero en intentar erradicarlas de forma inhumana y con desperdicio, lo que en última instancia provoca un gran derroche de alimentos. Al investigar más, descubrí un método más humano: utilizar la caza comercial y recreativa hasta llegar al cupo de caza para control de la población.
UNA CACERÍA SIN IGUAL
Cuando mi amigo Andrew me invitó a acompañarlo a cazar, acepté de inmediato. ¿Cazar cabras del Himalaya con arco durante la época de apareamiento en Nueva Zelanda? De ninguna manera dejaría pasar una oportunidad como esta. No me interesa cazar animales autóctonos como trofeo, pero conocía la historia de esta cabra en el país y las medidas de control de la población de esta especie invasora, por lo que tomé la decisión de participar. Pero, dado que era bastante novata en la caza con arco (o, como Andrew me llama cariñosamente, una “cazadora adulta principiante”), sentí que me estaba adelantando demasiado.
La caza de estas cabras en las montañas de la isla Sur de Nueva Zelanda se considera la máxima experiencia de caza a nivel mundial. Los picos nevados y las empinadas pendientes resbaladizas sirven de telón de fondo para la escurridiza cabra, cuyas melenas ondean al viento. Se introdujeron en Nueva Zelanda en 1904 para la caza recreativa, pero, ante la ausencia de depredadores naturales, su número creció descontroladamente, lo cual afectó la flora y el ecosistema nativos y las convirtió en una especie invasora. En 1993, se implementó un plan de control de la población que permitió el uso de la caza recreativa y comercial para mantener una cantidad máxima de 10,000 ejemplares. Y, aunque se consideran plagas, los cazadores entrenan, planifican y se obsesionan con la posibilidad de estar al alcance de estas majestuosas criaturas.
Cuando empecé a cazar hace casi 3 años, me puse como regla no apuntar a los animales antes de haber practicado durante 2 años, ya que no quería causarles dolor con un tiro impreciso. Aunque ya había superado con creces ese plazo y había pasado suficiente tiempo en el campo de tiro y en la naturaleza como para sentirme segura de mis habilidades, enfrentarme a la escurridiza cabra me parecía algo de otro nivel. Los cazadores pasan años soñando y preparándose para viajes como este, y aunque yo he tenido sueños similares, ¿era demasiado pronto? Pero, a pesar de todas las dudas en mi mente, sabía que sería una oportunidad para mejorar mis habilidades, rodeada de cazadores más experimentados. Y, por si fuera poco, vería a Andrew en acción y visitaría uno de mis países favoritos.
EL PRIMER MACHO
Equipada con mi mochila, mi arco y un par de botas de caza, volé a Queenstown sin saber nada más que iríamos en helicóptero, acamparíamos en las montañas durante cuatro días y buscaríamos cabras del Himalaya. Cuando aterricé, me encontré a Andrew y nuestro guía, TJ, esperándome en el aeropuerto y rápidamente me sentí como en casa. Aunque nunca había estado en la isla Sur de Nueva Zelanda, TJ, con todo el encanto típico de un kiwi, es el ejemplo perfecto de por qué los neozelandeses son unas de mis personas favoritas.
Condujimos alrededor de una hora hasta las afueras de Queenstown, pasamos la noche en Wanaka y, a primera hora de la mañana siguiente, abordamos el helicóptero. El vuelo fue corto pero abrupto, pasamos entre picos nevados hasta encontrar un claro llano de gramíneas y lagos de montaña congelados donde acampar. El claro conducía a una pendiente que, por un lado, ascendía hacia la cordillera y, por el otro, descendía con una vista despejada de los picos vecinos. Decidimos usar los binoculares para buscar cabras del Himalaya; no pasó mucho tiempo antes de que sacáramos los bastones de senderismo y comenzara el juego de ponerse y quitarse capas de ropa. Justo cuando el sol empezaba a ponerse, vimos al primer ejemplar macho desaparecer en la distancia y decidimos dar por terminado el día.
LA BÚSQUEDA
A fin de cuentas, la caza se trata de tomar una serie de decisiones inteligentes, de habilidad y de suerte. Decidimos dirigirnos hacia donde habíamos visto al ejemplar macho el día anterior, usamos nuestras habilidades para atravesar el terreno increíblemente empinado y espeso, pero la mala suerte trajo consigo mal tiempo justo cuando alcanzamos la cima. Aunque encontramos el macho que buscábamos y lo tuvimos a 100 metros, los extremos vientos bajo cero hacían imposible siquiera pensar en acercarnos o dar el tiro. A medida que descendíamos de regreso al campamento, las linternas eran lo único que nos permitía ver dónde pisábamos. Decidimos que sería mejor ir terreno abajo el día siguiente, donde el tiempo de seguro sería mejor y podría haber más ejemplares.
Afortunadamente, estábamos en lo cierto. La tarde siguiente, que era el tercer día de caza, encontramos un ejemplar macho y lo seguimos durante una hora hasta quedar a 40 metros de distancia, donde estaba junto a una hembra.
Escondida detrás de un arbusto, con el sudor goteando mientras intentaba controlar la respiración, saqué el arco, coloqué la flecha y apunté. La flecha voló a través del corto barranco de la colina y aterrizó en el suelo debajo de la cabra, justo detrás de sus patas delanteras. Dejó de pastar, miró en mi dirección por un momento y luego siguió con lo suyo. Mi sorpresa fue absoluta. Con las cejas levantadas y el rostro marcado por la incredulidad, coloqué otra flecha, ajusté la mira y apunté por segunda vez. Esta vez, la flecha voló sobre el animal y le rozó la melena, sorprendiéndolo lo suficiente como para escapar, afortunadamente sin heridas. Mientras comenzábamos a descender, reviví ese momento cientos de veces y pensé en cada excusa posible, desde que la cinta estaba fuera de lugar hasta que algo golpeó el arco. Pero la realidad es que simplemente fallé. Eso era todo. Y, aunque fue difícil reconocerlo, me sentía agradecida de haber fallado por completo. Herir a un animal y no poder recuperarlo sería más doloroso que tener el ego lastimado por fallar un tiro.
OTRA OPORTUNIDAD
Al día siguiente, me cuestioné si realmente estaba preparada para la caza de estos animales. Tantos cazadores pasan años preparándose, ¿me estaba precipitando? Pero, después de hablar de mis dudas con Andrew y el guía, supe que tenía que olvidarme de las fallas del día anterior y seguir adelante. Al igual que en la cocina, la caza requiere habilidades que deben practicarse. Si bien fue frustrante haber fallado el primer tiro el día anterior, dependía de mí decidir si lo tomaría como una derrota o como una experiencia de aprendizaje. Me decidí por lo último.
A medida que avanzaba el día, tuve dos oportunidades, pero no me atreví. Aunque nos acercábamos al final de nuestro cuarto y último día, no sentí que ninguno de los tiros fuera moralmente correcto. La distancia era demasiado grande y había muchos animales en movimiento, lo que aumentaba el riesgo de no abatir al animal por completo.
Finalmente, nos acercamos a un macho rodeado de casi 20 hembras. Decidida a lograr lo que había venido a hacer, me escabullí, me agaché, salté y avancé detrás del macho tan silenciosamente como pude durante las dos horas siguientes, observando cómo se acercaba a la línea de árboles y a un cañón intransitable. Había pasado los últimos cuatro días subiendo y bajando la montaña con mi arco y mi mochila, y ahora, en el último día de caza, el sol comenzaba a ponerse. Con el macho a menos de 50 metros de la línea de árboles, las probabilidades de recuperar la presa eran escasas, incluso a una distancia más corta. La decepción y la frustración se apoderaron de mí cuando se me escapó la oportunidad de usar el arco, y supe que tenía que tomar una decisión: usar el rifle o desistir.
En ese momento, decidí dar el tiro con mi rifle a 90 metros. Quería demostrarme a mí misma que era capaz de quitarle la vida a un animal en el que había pasado tanto tiempo pensando, mejor dicho, obsesionándome. La paradoja del cazador es tener que quitarle la vida a los animales por los que siente tanto aprecio, pero quería ver al macho y probar su carne. Así que apunté.
Cayó al instante y me sentí aliviada.
EL SIMPLE ACTO DE COMER
Si bien mi intención desde el principio era usar el arco, me sentía orgullosa y agradecida mientras desmembrábamos al animal y nos llevábamos cada parte. Mientras descendíamos en la oscuridad con las mochilas llenas, sentí el peso de la presa en la espalda, con instantes de remordimiento y emoción sobre lo que había logrado. Me hizo pensar sobre por qué me gusta tanto la caza. Es un reto, tanto físico como mental, con lecciones interminables de técnica y habilidad. Pero, sobre todo, me encanta que el animal que perseguimos nos enseña tanto sobre nosotros mismos: cómo actuamos bajo presión, hasta dónde podemos llegar y cómo manejamos el estrés de quitar una vida.
Terminamos el viaje de la manera que había planeado: con una comida. Como la carne de la cabra no puede salir de los confines de Nueva Zelanda, utilizamos la de un ejemplar cazado por un grupo anterior y guardamos la nuestra para alimentar al siguiente grupo. Antes de este viaje, nunca había cocinado ni probado la carne de la cabra del Himalaya, pero me sorprendió su sabor. Esperaba que tuviera un gusto herbáceo, como el del chivo, pero en realidad tenía un perfil más parecido al del cordero, lo que lo hizo perfecto para preparar kofta. Mientras preparaba la comida, sentí la belleza del proceso y todas las horas de agotamiento, euforia y satisfacción que me llevaron hasta allí.
Si bien desearía haber usado el arco para completar la caza, me siento muy feliz con el resultado. Logré lo que me había propuesto, y la experiencia consolidó aún más mi convicción de que las especies invasoras, con programas de control de la población, son una gran oportunidad para obtener deliciosas proteínas sostenibles. Usar el cupo de caza para darles un nuevo propósito a esas vidas permite que todos seamos parte de la solución al desperdicio de alimentos con el simple acto de comer. Para mí, es la combinación perfecta entre medioambiente, caza, comida y, lo que es más importante, cocina, y es una prueba de cómo la naturaleza sigue moldeándome de maneras que nunca habría esperado.
Jo Barrett es una chef de primer nivel y embajadora de YETI. Ha pasado la mayor parte de su carrera dedicándose a la cocina sostenible y recientemente cofundó WILDPIE, que tiene la misión de introducir las especies invasoras al mundo culinario en forma del icónico pastel de carne australiano.